25/08/2007

El papel del Estado en la educación.

Espero que me perdonen ustedes el siguiente ejercicio de vanidad y pereza por el cual les expongo a continuación la carta al director que acabo de enviar a El País, con motivo de la polémica entorno a la asignatura de Educación para la ciudadanía, por su relación con el debate sobre el papel que un estado debe tener en la educación de sus ciudadan@s.

El gran debate.

Asisto perplejo desde que éste comenzó al indescifrable debate suscitado por esta nueva asignatura que se ha de impartir en los centros educativos de ésta nuestra gran nación. Los argumentos arrojados por los innumerables opinantes públicos han sido tantos, tan variados y, en muchos casos, tan grotescos que no he podido evitar perder el hilo en algunas ocasiones. De todas maneras, hay una línea argumental que me fascina. Es aquella por la que respetables señores como Sánchez Ferlosio (Educar e instruir, 29/07/2007) o Xavier Pericay (Educación, instrucción y ciudadanía, 14/08/2007) han dado lecciones magistrales de lo que el sistema educativo debe o no hacer y, sobre todo, ha hecho en el pasado y hace en el presente.

Vienen no sé si a instruirnos o educarnos estos intelectuales en las diferencias que existen entre instruir y educar o, mejor dicho, en las bondades de realizar cada una de dichas actividades en ciertos ámbitos y no en otros. Parece ser que su visión de la enseñanza es más bien expositiva que educativa, de forma que se han de presentar objetivamente los conocimiento a los alumnos para que éstos los cojan, en lugar de tratar de inculcarles ningún tipo de criterio, opinión o forma de pensar en particular. Es interesante, en este sentido, la oposición que hace Fernando Savater (Instruir educando, 23/08/2007) a dicho argumentario. El objeto de mi fascinación es, sin embargo, otro.

Me llama muchísimo la atención que se dejen sin respuesta algunas afirmaciones por lo menos polémicas, como si fuesen no sé si intrascendentes o irrefutables, como que la enseñanza ha sido tradicionalmente instructiva hasta hará unos veinte años, después de lo cual se ha vuelto educativa (en el sentido de llenarse de subjetividades y de tratar de llenarles el cerebro de ideas precocinadas a los alumnos). Es del todo fascinante este modo de cantarle las alabanzas a una forma de enseñar que incluía, según mis fuentes, cosas tan poco sospechosas de esconder objetividad alguna como cantar el ‘Cara al sol’ o explicar de forma críptica lo de la Santísima Trinidad, por poner dos ejemplos al azar, para criticar la inclusión en los programas educativos de materias más allá de fórmulas matemáticas y enumeraciones de acontecimientos históricos y reyes visigodos.

Me ha hecho particular gracia la mención del teorema de Pitágoras como ejemplo de aquello que es totalmente objetivo, para sugerir lo ridículo de cualquier cosa que se pueda hacer aparte de enunciar, y acaso demostrar, algo de esa naturaleza. La verdad es que no falta razón al decir que, aunque son muchas las horas que pueden invertirse en el análisis de tan conocido teorema, sus implicaciones, sus aplicaciones y sus motivaciones, pocas o ninguna de las anteriores sería de carácter metafísico. Está sin embargo, por suerte para todos, la sabiduría humana compuesta de muchas más disciplinas que las matemáticas, muchas de ellas bastante menos tratables formalmente por medio de demostraciones irrebatibles. ¿Cómo puede enseñarse nada sobre la Revolución Francesa, la filosofía de Platón o el Siglo de Oro sin inducir, aunque sea por boca o pluma de reputados autores, reflexiones de todo tipo, incluso morales? ¿No es imposible exponer fría e imparcialmente las razones del Terror de la Convención, las ideas de La República o la polémica entre Quevedo y Góngora?

Pero no digo nada nuevo, nada que Savater no se esfuerce por hacer comprender a todos una y otra vez. Lo que pasa es que no salgo de mi asombro al leer a quienes se empeñan en afirmar que un maestro o una profesora debe acudir a su puesto de trabajo y emitir toda clase de datos hacia sus alumnos para que éstos los recolecten con un cazamariposas, los interpreten gracias a su capacidad de análisis inherente desde su nacimiento, o quizás con las herramientas que sus necesariamente sapientísimos progenitores o catequistas les hayan transmitido, y saquen sus propias conclusiones. Es incomprensible que unos miembros de la sociedad cuando menos tan válidos como otros cualquiera tengan que reprimir sus ansias de educar a los jóvenes en unas ideas que fomentan en todo caso la convivencia y el pensamiento libre, mientras una organización que no conoce justicia, ley o patria se dedica a adoctrinar a niños y mayores dentro y fuera de los centros escolares, escudándose en unos valores cristianos que ella viola y pisotea día tras día. Sería absolutamente escandaloso tachar de proselitismo el inculcar valores sociales y personales a los estudiantes con argumentos como que la educación moral corresponde a la Iglesia, aún en el caso de que ésta realizase semejante función en caso alguno.

Creo a este respecto que, contra el conflicto de competencias que se nos quiere presentar, cabe decir que la educación de nuestros jóvenes corresponde a todas las personas. ¿Cómo se puede educar en el trabajo y el sacrificio a un adolescente, si no es mediante el trabajo y el sacrificio por parte de los que le rodean? ¿Cómo se puede pretender que nuestros pupilos adquieran espíritu crítico alguno si no se les presenta ningún espécimen humano con semejante cualidad? ¿Cómo se puede esperar que la gran mayoría de los estudiantes llegue a conclusiones tan poco evidentes como el valor de la generosidad o el respeto hacia los semejantes y los diferentes, si nadie expresa, explica y defiende dichas ideas a su alrededor? Cualquier esfuerzo de su familia, su imán particular (también llamado TV) o su profesorado está condenado a fracasar si no existe el ejemplo y la opinión sobre el mismo. ¡Y no me digan que semejantes cosas deben hacerse en la familia o la parroquia! ¡No me sorprendan con que el Estado, esa imperfecta organización que pertenece a todos los ciudadanos, no tiene también la obligación, como cada una de las personas, de transmitir sus valores a los jóvenes, con que debe inhibirse en favor de oscuros círculos de sangre o prácticas de culto a seres triples! ¿O es que el que el Estado sea aconfesional quiere decir que sólo legisla y ejecuta, sin basarse en principio ni criterio moral alguno? ¿Y si efectivamente el Estado se basa en unos valores, no le corresponde a él también transmitirlos? ¿Y si es así, cuál es el medio que debe utilizar para llegar a los menores, si no es la enseñanza que los ciudadanos le hemos encargado asegurar a todos?

Si me permiten la arrogancia de acabar con un párrafo de conclusiones, les diré que mi humilde opinión es que las voces que se alzan contra Educación para la Ciudadanía, igual que las que se alzan, por suerte lejos de nuestro país en números importantes, contra la enseñanza de las teorías evolutivas o las que se alzaron en su día contra las teorías heliocentristas, tachándolas de subjetivas o herejes, según la dialéctica de la época, lo hacen desde el miedo a la competencia. Me temo que no hay otra razón para su oposición a que aquellos que opinan de forma diferente lleguen a la juventud, que el pavor que tienen a que, al perder el monopolio de la educación, su doctrina no consiga calar tan hondo en las nuevas generaciones. Me parece que no les gusta arriesgarse a que los demás convenzan más.


Muchas gracias.

1 comment:

Iker said...

Maldita sea, me acabo de dar cuenta de que, en todo caso, sería 'el sujeto de mi fascinación', ¿o no?